Después de una larga temporada sin poder participar, me alegra estar de regreso con este relato. Es una historia bastante simple, un intento por describir ese amor que nos hace viajar fronteras o arriesgarnos a comenzar nuevas vidas lejos de casa. Tal vez no sea muy romántico y puede que haya descrito también el amor familiar, pero toda clase de amor es importante.
Frase: “Le aterraba que al perder los pequeños detalles, terminase perdiendo algo mucho más importante”.
Aeropuertos
Faltaban veinte minutos
para el aterrizaje. Georgina jugaba con el libro que sostenía en sus manos,
pasaba las páginas de prisa sin prestar demasiada atención y algunas veces se detenía a leer el mismo párrafo. Le era imposible concentrarse, se sentía inquieta.
Dirigió su mirada a la
ventanilla que se encontraba a su lado, no podía distinguir más que la blancura
de las nubes y la cegadora luz solar.
—¿Le molesta si la
cierro? —preguntó Georgina a su compañera de asiento.
—No, claro que no —respondió
con amabilidad la señora del asiento contiguo a ella.
Georgina cerró los ojos
y respiró hondo. Aquel era su primer viaje y no tenía un boleto de retorno.
En su mente se dibujaba
el rostro de su madre y hermanas. No podía creer que ya no las vería a diario,
nunca habría imaginado que seguiría su vida un continente lejos de su familia.
Su madre no le había
acompañado al aeropuerto y ella comprendía la razón. Si no había despedida,
quizás dolería menos. Mario, su mejor amigo, le había ido a dejar junto a sus
hermanas. Lo que más le partía el corazón era la mirada que le había dirigido su
hermana pequeña; apenas tenía ocho años y no comprendía lo que significaban
aquellos aviones, aquellas distancias.
Ella sabía que su
relación nunca volvería a ser la misma; podría verla de vez en cuando, con
suerte una vez al año, en el peor de los casos cada dos o tres años. Tendrían
que estar siempre pendientes de sus pasaportes, visas y cada vez los
aeropuertos tenían políticas mucho más rigurosas.
Su hermana crecería
pensando en ella como un familiar lejano. Los lazos de familia, por muy indestructibles
que fuesen, no ayudarían a que ella formase parte importante de la vida de su
hermana menor. Se perdería los almuerzos familiares, las noches de desvelos,
los domingos frente al televisor y las tardes de tareas.
Siempre había sido consciente de que tarde o temprano
debía de abandonar el hogar, pero nunca imaginó la distancia que debía
recorrer. Le aterraba que al perder los pequeños detalles, terminase perdiendo
algo mucho más importante
¿Qué haría si se sentía
sola al llegar a aquel desconocido país? ¿Qué pasaría si se sentía mareada por
los cambios de horario y el idioma extranjero? Algunas veces creía que estaba
sacrificando demasiado, dejando una familia, una vida y todo por un muchacho.
¿Qué perdía él? ¿Qué entregaba a cambio? Comprendía que no se trataba de una
competencia por quién sacrificaba más, además que ambos tendrían mayores oportunidades
en aquel país; Rob manejaba una agencia de publicidad y ella se incorporaría a
trabajar con él. La decisión del matrimonio acarreaba consigo lo obvio: ella debía
ir a vivir con él. ¿Quién no quisiera mudarse a Londres? Sin embargo, tenía
tanto miedo de arrepentirse de tal decisión.
La boda se realizaría
en cinco semanas, sería un evento sencillo, pero su familia no podría asistir. Su
madre y tíos no se encontraban en un buen momento económico, Rob había ofrecido
regalar el vuelo a su madre, pero ella no podía marchar sin sus otras hijas.
Su madre no le había recriminado la decisión de marchar,
se había comportado bastante comprensiva e incluso le animó a realizar sus
sueños.
¿Aquel era su sueño? Georgina no lo creía. Estaba
segura que alcanzaría sus sueños al comenzar el trabajo, incluso podía decidirse
a realizar algún estudio. No quería que su vida se acabase en un matrimonio y
Rob lo sabía.
Cuando anunciaron que el avión estaba a punto de aterrizar,
Georgina comenzó a teorizar sobre el amor. Ya se había enamorado antes, pero este parecía ser el correcto, realmente esperaba que fuese el definitivo.
Con Rob las cosas habían sido distintas desde el
comienzo; llevaban ya dos años de una relación a distancia, sostenida principalmente
a través de videollamadas. Ella no comprendía la naturaleza de aquel amor por
medio de la tecnología. ¿Cómo alguien que le visitaba solamente en las
vacaciones de invierno podría ser su futuro esposo? No lo sabía, pero estaba
segura que no podría cometer aquella locura con nadie más que él. Pensar en
pasar los siguientes años de su vida junto a Rob no parecía un terrible castigo, como normalmente catalogaba al matrimonio. Se sentía feliz, complacida de haber
encontrado a una persona que jamás pensó que encontraría. Ya se hallaba acostumbrada a saltar de una relación mediocre a
otra; siempre creyó que era natural que dos personas no encajasen y mucho más
cotidiano, quejarse de los defectos de la pareja o sufrir por peleas sin
sentido. Al conocer a Rob fue distinto, apenas discutían y en realidad
encajaban bastante bien. No sintió por él una pasión desenfrenada, pero pensaba
que el amor y amistad que ambos compartían era lo que les mantenía
unidos. Sabía muy bien que al llegar al aeropuerto no saltaría en sus brazos ni
se besarían hasta perder el aliento. Tal vez le diese un pequeño beso y luego
fuesen por algo de comer, eso era lo que le encantaba de su relación: ya no
sentirse como una adolescente hormonal. Ya no tener que correr hacia el abismo.
El avión aterrizó con éxito, Georgina no tenía una
respuesta sobre qué era el amor ni una explicación lógica sobre sus
sentimientos. Solamente lo sentía, sentía que amaba a Rob y por ello comenzaría
una nueva vida junto a él. No se sentiría sola ni tendría miedo a lo desconocido, si ambos se enfrentaban juntos a aquella extraña etapa. Ahora él formaba parte de su familia y por un momento creyó darse cuenta que no estaba perdiendo a su madre ni hermanas. Las distancias no romperían aquel lazo y los cambios eran parte de la vida.
Había llegado al desconocido aeropuerto, no se sintió perdida, sólo se dejo llevar por la marea de personas que seguían sus propios caminos.
Qué ganas de dejarme llevar...
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